By Juan Bosch
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Cuando volvieron, escondía papá los ojos, pero se notaba que desde ellos se le estaba cayendo una mortificación. —Momón —dijo—; necesitamos buscar el rosillo del general. — iConcho! Con esta noche sí no creo que lo topemos. Padre tenía una mano embolsillada y la frente caída. —Pero este hombre no puede esperar a mañana. El recién llegado tenía los ojos regados en toda la cara. —No puedo, no; tengo que dirme esta noche sin falta. Y hasta suerte a que está lloviendo... Mamá cortaba al hombre a miradas.
Venga —ordenó al hombre. Y por la estrecha puerta lo llevó al comedor, por donde andaba rodando el ruido que la lluvia metía bajo el zinc. Cuando volvieron, escondía papá los ojos, pero se notaba que desde ellos se le estaba cayendo una mortificación. —Momón —dijo—; necesitamos buscar el rosillo del general. — iConcho! Con esta noche sí no creo que lo topemos. Padre tenía una mano embolsillada y la frente caída. —Pero este hombre no puede esperar a mañana. El recién llegado tenía los ojos regados en toda la cara.
Quién va? ¿Quién va? La voz de papá no tenía nada de tranquila; era alta y áspera. José Veras cruzó la habitación en carrera, se pegó a la pared para oír y desenfundó el revólver. Los golpes persistían y persistían también las preguntas de papá, que nos metía apresuradamente en el comedor. — ¡Pepe, Pepe! —demandaba una voz ronca, cortada y nerviosa. —Es el general —aseguró José tranquilizándonos. Padre se dirigió a la puerta, interrogando quién era. —Soy yo, Fello Macario —contestaron de afuera.